¿ Será posible una dramaturgia para mimos ?
(Congreso y Festival Latinoamericano de Mimo,
Ser invitado a un Congreso de
Mimo a disertar sobre dramaturgia puede parecer, en una primera instancia, una
suerte de chiste. Una broma, digamos, de dudoso gusto. Pero, cuando asumimos que la cosa es en
serio, y que tenemos por delante un trabajo que es ante todo un desafío, llegan en tropel las dudas y los interrogantes. Todas conducen a una o
dos, más o menos vertebrales, a saber: ¿El arte del mimo necesita dramaturgia? ¿Qué entienden los
mimos y qué entendemos los autores teatrales por “dramaturgia”? ¿Qué códigos
comunes podemos llegar a manejar para establecer un territorio mínimo de
trabajo? Así se va abordando cautelosamente el asunto. Un poco ganado por la
curiosidad, pero sobre todo porque el tema se vuelve apasionante a poco de
haber incursionado en él. Según cierta definición, mimo “es aquel actor que se
vale del cuerpo prescindiendo de la palabra”. Como suele ocurrir con las
definiciones, uno termina preguntándose qué hacer con todo lo que queda fuera.
Nada más relativo que lo terminante, parece querer gritarnos este fin de
milenio que nunca termina de irse ni de llegar. Ni más peligroso, al menos en
el terreno del arte. Porque, nos
preguntamos, prescindir de la palabra per sé, o por las razones que
fuera, desistir a priori de sus posibilidades sonoras, más allá de su
significado, o de su musicalidad al servicio de la forma ¿no suena más a
mutilación que a elección estética? Al parecer, en esta saludable ensalada de
fin de milenio en la que nuevas tendencias y estéticas no le temen al apareo
con formas, por así llamarlas, mas clásicas, en este carnaval, digo, los mimos
no parecen querer (y no tienen por qué ser) testigos pasivos. Resultando por
tanto que en su cada vez más relativo continente, en su mapa de límites cada vez más difusos, los m imos
parecen librar hoy por hoy una difícil batalla contra una historia que tradicionalmente los preservó como arte escénico autónomo, al tiempo que los
limitaba a una serie de técnicas y preceptos referidos más a lo que debía o no
debía ser que a las posibilidades de generar un hecho artístico libre y
creativo. Y conste que evito deliberadamente referirme a resultados estéticos o
técnicos, que de eso ya hablaremos y es materia harto opinable; de hecho, la
transgresión por la transgresión misma no es garantía de resultado alguno, y
vaya si trastabilla cada vez que lo olvida. Inclusive no pocas veces un hecho
pretendidamente transgresor sólo confirma caminos a desechar o alternativas
descartables; en todo caso, y más que nunca, bienvenidas la
transgresión y la posibilidad de que el mimo se anime a otros territorios y se
aparee con otras especies; de esta cruza no puede salir otra cosa que variedad,
suma y crecimiento, aún desde aparentes contramarchas o pasos en falso. Y
entonces sí, ¿quién sabe, tal vez, por qué no?, la dramaturgia. ¿Qué
dramaturgia?, se preguntarán los desconfiados. O, como apuntábamos en un comienzo, ¿qué entienden los
actuantes del gesto y los escribidores del verbo por “dramaturgia”? Contamos
con algún elemento en común, ¿lo tiene nuestro trabajo, nuestro arte? Y es
desde aquí que podemos, acaso, empezar a construir “nuestro bendito o maldito
edificio de tener que existir”, parafraseando a Girondo. Porque si algo tenemos
en común los escribidores y los actuantes es el uso del cuerpo como herramienta de escritura.
Veamos: que la herramienta vital del actor sea su cuerpo no es precisamente un
descubrimiento. Pero asimilar que por lo tanto, escribe con él, sí puede
comenzar a sonar diferente. Y estamos hablando de lo mismo. Eso que Adolphe
Appia escribió y describió con maestría en La obra de arte viviente, hace una
punta de años: “Nuestro cuerpo es el autor dramático. La obra de arte dramático
es la única obra de arte que se confunde con su autor”. ¿Y con qué otra cosa
escribe por su parte el dramaturgo, que indaga sensorialmente a sus imágenes
generadoras, es decir, que se permite sentir con todos los sensores posibles
para captar olores, texturas, angustias, temperaturas, sabores, tensiones,
terrores, odios, etcétera? Sí, singularmente con el cuerpo, aún antes (mucho
antes) que con el intelecto. De manera que al fin de cuentas sí tenemos (vaya
si tenemos) un territorio en común para
elaborar y transitar nuestra dramaturgia. Siempre y cuando, claro está,
nos dispongamos a dejarnos ganar por nuestras imágenes, a convertirnos en sus
esclavos incondicionales, primero poniendo nuestra sangre al servicio de sus
latidos y tropezones para finalmente (y aquí viene la parte más dolorosa y
sublime y placentera) desaparecer como autores, travestidos hasta el
avasallamiento y hasta el extremo de que la historia se cuente a través de
nuestros personajes, aceptando que ya no son nuestros, que nunca lo fueron, y
que eso es probablemente lo mejor que podía
pasarles, a ellos y a nosotros...
Repasemos lo expuesto. Por un
lado tenemos al cuerpo como elemento común de escritura, y a las imágenes
generadoras como punto de partida para empezar a esbozar, o transitar nuestra
potencial historia. Historia que aún no tiene forma como tal, pero que empieza
a dejarse ver por donde siempre se dejan ver las historias: sus imágenes, del
tipo que sean; auditivas, táctiles, olfativas, oníricas, etcétera, con el
denominador común de su potencialidad dramática. Ahora bien, a esta especie de
incipiente y primitiva comunión entre escribidor y actuante no le podían
faltar, además de coincidencias, las
diferencias, quizás el ingrediente más sabroso y picante. Mi primera sensación
a ese propósito es que, si bien es probable que escribidor y actuante escriban con el
cuerpo, éste último (particularmente el mimo) tiende a instalarse
inevitablemente “de cuerpo presente” en el centro de la situación, o si se quiere, en el centro mismo del
universo que genera, ya sea a través de acciones físicas o de evocaciones. Es
decir, que construye un mundo desde su cuerpo al resto del universo, que
forzosamente gira a su alrededor. El dramaturgo, por su parte (al menos el que
elige la estrategia de dejarse contar por las imágenes, relegando a segundo
plano toda premisa o esquema formal previo) escribe con el cuerpo pero nunca
erigiéndose en el centro del mundo que está creando, sino más bien poniéndose,
por así decirlo, “a su servicio”. De esta rara especie de humildad se nutre la
tarea del dramaturgo para que su historia (su criatura, si se quiere) cobre
vida y autonomía. El arte del dramaturgo, su búsqueda, su herramienta, sería,
diríamos, incondicionalmente “periférica”. La del actuante, específicamente la
del mimo, que elige prescindir de la palabra en un mundo casi más hecho de
palabras que de cosas, es central, centrífuga, desde que construye desde su
cuerpo hacia el entorno, condición de alguna forma agudizada por el hecho
insoslayable de que en la dramaturgia de modelo actancial o verbal las imágenes
motoras ya vienen con un mundo instalado, es decir, que el dramaturgo no tiene
la obligación extra de distraer energía creativa en evocarlas, por lo demás
técnica y clave del arte del mimo, al menos en su modelo más “clásico”. Esta
necesidad de sostener un mundo virtual a través de evocaciones, ha llevado al
ejercicio del arte del mimo a una suerte de trampa o cuello de botella donde la
técnica (en este ejemplo concreto, la evocación) se convierte en un fin en sí
misma, fin al que el propio mimo debe sostener y atender y alimentar,
restringiendo severamente, cuando no anulando de pleno toda posibilidad de
incursionar-transitar indagaciones poéticas que trasciendan la instancia
puramente técnica o ilustrativa. Y si bien durante buena parte de su historia
el mimo solucionó el dilema cortando por lo sano, es decir, fragmentando o
sacrificando toda aspiración narrativa a sus mínimas posibilidades, todo parece
indicar que, acaso el mismo apareamiento del que venimos haciendo mención en
estas páginas lo viene poniendo en la disyuntiva de replantear y reformular los
alcances de su arte. Personalmente, y siempre tomando como parámetros las
experiencias que me ha tocado presenciar en formas audio-visuales donde la
palabra no ocupa la suprema jerarquía, tengo la sensación de que su
prescindencia per sé como elemento generador de atención, o su des-supremacía
voluntaria, no son garantía de una dramaturgia sólida, presunción basada en el
concepto de que dramaturgia no son los hechos
que conforman la historia sino su forma de organizarlos en busca de una
repercusión en el receptor a través del cierre de al menos un sentido posible. Y si no hay hechos, si
no hay más que una reiteración de lo mismo, o incluso, si no hay otra cosa que
mera exposición técnica, entonces no hay qué organizar.
En el caso de los actuantes del
gesto, mi sensación es que sus espectáculos, basados primordialmente en el
chiste o la humorada, esto es, en las formas de humor breve, pierden sostén con la
prolongación excesiva o innecesaria de la situación original, quedando de
manifiesto una carencia de alternativas técnicas al servicio de lo que se
narre, llámenselo peripecias, giros de tuerca, etcétera. Ahora bien,
reitero: convengamos en que para
organizar dramatúrgicamente un relato secuencial es necesario tener “qué
organizar”, y para tener “qué organizar” hay que buscarlo, o dejarlo venir,
desde una perspectiva que supere la instancia individual y centrífuga a que
venimos haciendo mención. Si el actuante acepta este desafío, esto es, si es capaz de correrse del centro de
atención y generación de acción y desdoblarse y sumergirse sensorialmente en el
mundo de sus imágenes generadoras, sin la obligación preceptiva de evocarlas
(¿ilustrarlas?) ya está incursionando en un terreno que podríamos empezar a
llamar “dramatúrgico” mas allá de las temidas, y a menudo limitantes,
definiciones... ¿Será tan simple para el mimo poner un pie, el cuerpo, el alma, en este desconocido
territorio? ¿Cómo hacer para innovarse sin traicionar principios básicos, que
durante gran parte de su historia le significaron identidad y cierta presunta
autonomía con referencia a las demás artes escénicas? Históricamente el teatro
“integral” se ha valido de las técnicas del mimo como herramientas de entrenamiento
y formación, pero considerándolas una suerte de arte menor, o en el mejor de
los casos, suplementario. En la mayoría de nuestras escuelas de teatro esta
actitud de subestimación se manifiesta a través de la lisa y llana ignorancia,
cuando no de una mera enunciación del arte del mimo como una actividad basada
más en cuestionables principios
pedagógicos que en una consideración real y concreta de sus recursos y
posibilidades.
El mimo, por su parte, parece
haber contra-atacado refugiándose obsesivamente en esas mismas técnicas,
desentendiéndose de objetivos más ambiciosos al servicio del hecho teatral, llámeselos
“historia”, “dramaturgia” o como mejor se prefiera.
Llegados a este punto, es
difícil sustraerse a la sensación de que la prescindencia de la verbalidad como
herramienta suprema de producción de sentido fuera el centro exclusivo y
excluyente del asunto, simplificando o clausurando sus posibilidades de
análisis y estudio. Pero, ¿y si no fuera así? ¿Y si la re-categorización de la
palabra como una herramienta más al servicio del hecho teatral nos obligara a
situarnos en otra zona poética, una zona a la cual el discurso verbal no quiere
o no puede llegar? ¿No nos estaríamos perdiendo (ya no los mimos, los
teatristas todos) una formidable herramienta de indagación dramática, por no
animarnos a torcer aunque más no sea tímida y cautelosamente,
puntos de vista instituidos y aceptados “de hecho”? Después de todo “la palabra
– afimó Gordon Craig, a comienzos de siglo pasado- sirve ante todo como disfraz del
pensamiento, es el medio más directo para la mentira. De ahí que el teatro del
futuro sea pensado como un drama sin palabras, una construcción mediante la acción, la línea,
el color y el ritmo”. ¿Qué pasaría si un buen o mal día, por la circunstancia
que fuera, perdiéramos el don del habla? ¿No contaríamos con otras
posibilidades expresivas y de
comunicación hasta ese momento desatendidas? Busquemos un correlato en el arte:
¿podemos considerar, por añadidura, la estimulante posibilidad de acceder a
zonas donde la palabra no tiene redondamente nada que decir? ¿Será entonces
imperiosamente necesario para el mimo partir de presupuestos del tipo
“abstinencia verbal excluyente”, o está cerca el momento de probar con una
indagación honesta de sus imágenes situacionales, libre de condicionamientos? En
nuestro medio teatral, experiencias como las de El Periférico de Objetos, la Cía.
Buster Keaton o el sanjuanino Juan Carlos Carta, han demostrado, desde
estéticas diferentes y con resultados también diversos, que una dramaturgia prescindente o
des-jerarquizante de la verbalidad es posible, en tanto búsqueda libre de
prejuicios y pre-conceptos, con rigor, investigación y fidelidad a una línea de trabajo. No son, en
todo caso no tienen por qué ser, ejemplos aislados, ni excepción a regla
alguna. Precisamente, en lo que parecen hermanados es en la decisión
indeclinable de transgredir todas las reglas con tal de no traicionarse a sí
mismos.
¿Será posible una dramaturgia
para mimos? ¿Y, por extensión, alguna forma de registro o notación que
sobreviva y perdure a la puesta original, propiciando así una espiral de
sedimentación, estudio y crecimiento?
El tema no se agota (tampoco se
inaugura) en estas páginas. Y acaso una alternativa de abordaje consista
precisamente, en cuestionarlo y des-aferrarlo a certezas que se caen de maduras
y ya no certifican nada. A lo mejor, insisto, es por ese camino que el mimo y
las demás artes escénicas (en muchos sentidos, la misma cosa) consiguen llegar a una suerte de
“conciliación no obligatoria” y se ponen a hacer lo que saben y mejor les sale:
teatro, más allá, insisto, de rótulos y preceptos...